Vivir en una Nueva Sattelzeit: Una entrevista con Enzo Traverso
Esta entrevista repasa cómo el judaísmo político ha pasado de ser una fuerza históricamente asociada a la emancipación y la lucha por la justicia a convertirse, en algunos casos, en un discurso que legitima la opresión, especialmente en el contexto de Israel y su política hacia Palestina

Enzo Traverso, destacado estudioso de la historia y el pensamiento europeo moderno, es el Profesor Susan y Barton Winokur en Humanidades en la Universidad de Cornell. Sus libros incluyen La violencia nazi (2003), El fin de la modernidad judía (2016), A sangre y fuego (2016), Melancolía de Izquierda (2017), Las nuevas caras de la derecha (2019), La cuestion judía (2018), Revolución (2021), y Pasados singulares, que discutió con Sakiru Adebayo. El trabajo de Traverso se distingue por su amplio alcance, autorreflexividad metahistórica y su inigualable dedicación con la historia de la Izquierda, puesto que procede del Partido Comunista Italiano. Su último libro, Gaza ante la Historia comenzó como una serie de artículos y entrevistas para periódicos italianos y franceses en los meses posteriores al ataque de Hamas del 7 de octubre a Israel. El editor Jonathon Catlin habló con Traverso sobre su último libro y cómo la historia y el pensamiento europeo moderno pueden iluminar nuestro momento presente.
Como historiador comprometido públicamente, has escrito durante años sobre la “emergencia” que enfrentamos ante el resurgimiento de la extrema derecha en todo el mundo. Quiero comenzar invitándote a reflexionar sobre el papel de los historiadores para entender este momento en el que se han utilizado de manera descuidada y cínica conceptos históricos como “fascismo” y “antisemitismo”. En La nuevas caras de la derecha escribiste:
Como Reinhart Koselleck nos recordó, existe una tensión entre los hechos históricos y su transcripción lingüística: los conceptos son indispensables para pensar la experiencia histórica, pero también pueden emplearse para comprender nuevas experiencias, que están conectadas con el pasado a través de una red de continuidad temporal. La comparación histórica, que trata de establecer analogías y diferencias más que homologías y repeticiones, surge de esta tensión entre historia y lenguaje.
¿Qué papel puede desempeñar la historia intelectual en esclarecer la arquitectura conceptual del presente?
Vivimos en tiempos extraños en los que nuestras categorías y métodos históricos son profundamente inestables: necesitamos desesperadamente conceptos útiles para interpretar una realidad cambiante, pero nos damos cuenta de que nuestro taller histórico está lleno de herramientas desgastadas, en muchos casos obsoletas. Tal vez estamos viviendo en lo que Koselleck llamó una Sattelzeit, una era de transición como el paso del Antiguo Régimen a la Restauración, con la diferencia de que no podemos historicizarlo porque todavía nos encontramos en medio de este cambio histórico. El cambio de siglo, simbólicamente datado con la caída del Muro de Berlín, ha abierto un proceso en el que lo viejo y lo nuevo se entremezclan, en el que deben usarse conceptos antiguos para describir nuevas realidades. Basta con mirar a nuestro alrededor. Una nueva ola de regímenes autoritarios ha reactualizado el debate sobre el fascismo, pero esta palabra resulta inadecuada para describir a Trump, Milei o Marine Le Pen. El viejo concepto de la guerra es igualmente problemático para comprender lo novedoso de los conflictos llevados a cabo con drones e inteligencia artificial. Las revoluciones de la última década abandonaron cualquier referencia al socialismo y se parecían poco a las del siglo anterior. El antisemitismo significa cada vez menos un cierto prejuicio contra los judíos y en su lugar se convierte en una etiqueta para atacar indiscriminadamente a todos los críticos de Israel. Y podríamos continuar con muchos otros conceptos. Hace unos años, señalé algunas mutaciones significativas que ocurrieron dentro del propio taller histórico, con el nacimiento de una nueva historiografía escrita en primera persona, lo cual es una transgresión mayor de una regla incontestada desde la Antigüedad: la historia debe escribirse en tercera persona, la condición necesaria de objetividad y distancia crítica. Así que vivimos una especie de interregno, como Gramsci lo definió en sus Cuadernos de la Cárcel: "lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparecen síntomas mórbidos". Esta afirmación se adapta muy bien a nuestro presente: no enfrentamos una repetición histórica, una regresión al pasado; enfrentamos nuevos problemas y amenazas, pero solo poseemos conceptos heredados del pasado para analizarlos e interpretarlos. En efecto, esto es frustrante: la inadecuación de las palabras que utilizamos refleja la incertidumbre de nuestros tiempos, que parecen anunciar una terrible tormenta. Esta ansiedad afecta a la historia intelectual, que oscila entre sentimientos antipodales de ser a la vez indispensable e irremediablemente inadecuada..
Nuestra discusión tiene lugar algunas semanas después que Donald Trump iniciara su segundo mandato como presidente. Recientemente dijiste que no tienes dificultades para etiquetar a Trump como "fascista" debido a su disposición a transgredir principios democráticos y apoyar la violencia política. Sin embargo, escribes que muchas de esas "similitudes sorprendentes" entre figuras de extrema derecha como Trump y Le Pen no implican un linaje directo con las ideologías fascistas. En su lugar, empleas el concepto de "postfascismo", que "enfatiza su carácter distintivo cronológico y lo ubica en una secuencia histórica que implica tanto continuidad como transformación". ¿Dónde te posicionas en el "debate del fascismo" hoy en día?
¿Por qué "post"-fascismo? Porque esta nueva extrema derecha heterogénea es diferente del fascismo clásico. Es una constelación de movimientos y partidos con diferentes orígenes y referentes ideológicos, que en su abrumadora mayoría aceptan el marco institucional de la democracia liberal. Desean destruir la democracia desde dentro, no desde el exterior. Son una amenaza para la democracia, pero no actúan como el fascismo histórico. Cuestionan la dicotomía tradicional entre fascismo y democracia en un tiempo en el que la democracia misma parece agotada, desacreditada, vaciada y despojada de todas sus virtudes originales. Paradójicamente, la "novedad" de esta extrema derecha emergente es su conservadurismo. Al final de la Primera Guerra Mundial, el fascismo mostraba una poderosa dimensión utópica. Se describía a sí mismo como revolución, hablaba del Nuevo Hombre, el Reich de los mil años, etc. El fascismo afirmaba que el mundo estaba colapsando y proponía una alternativa para el futuro. En otras palabras, poseía un horizonte utópico. El "post-fascismo" contemporáneo es puramente conservador. Habla de un "gran reemplazo" que amenaza a la civilización occidental y pretende defender los valores tradicionales: familia, soberanía, culturas nacionales, civilización judeocristiana, etc. En general, estos movimientos han perdido su capacidad de hacer soñar a las personas con un futuro diferente; más bien al contrario, abogan por restaurar el orden y la seguridad (seguridad económica, política, cultural, psicológica). Incluso el lema de Donald Trump, "Make America Great Again", aunque resulte excitante para sus seguidores, no es lo que se denominaría un grito de batalla; es el sueño de un retorno a una edad de oro perdida, una donde Estados Unidos era poderoso y próspero.
Lo nuevo —y aquella que verdaderamente recuerda a los años treinta— es la capacidad del postfascismo para encontrar un vínculo orgánico con las élites económicas, como puso de manifiesto de manera clara la ceremonia de investidura de Trump. Quizás el escenario más probable para los próximos años sea una forma autoritaria de neoliberalismo. Hasta ahora, los líderes y movimientos postfascistas se presentaban como forasteros que desafiaban al establishment y proponían una alternativa conservadora al neoliberalismo; hoy, se han convertido en interlocutores fiables para las élites económicas, tanto en la UE como en EE. UU. Por supuesto, es difícil predecir cuánto durará esta nueva alianza entre el postfascismo y el neoliberalismo. En la Unión Europea, aún estamos lejos del poder oligárquico que está emergiendo con Trump, pero existe una tendencia similar. Lo que parece bastante claro es que las élites neoliberales no aspiran a crear un "estado total", como la Italia de Mussolini o la Alemania de Hitler; su objetivo es un estado de excepción que suspende la democracia estableciendo su propio dominio, un poder político basado en el principio de la "autonomía del capital", que se diferencia de la "autonomía de lo político".
Me impactó una línea provocativa en uno de tus ensayos sobre los fracasos de la memoria del Holocausto en Alemania. Al rechazar la noción de la singularidad del Holocausto, que es central en la "religión civil" conmemorativa o "catecismo" de Alemania, escribes: “Todos los genocidios son ‘rupturas de civilización’ (Zivilisationsbruch).” Inspirado por Horkheimer y Adorno y popularizado por Dan Diner en la década de 1980, este concepto ha alcanzado hoy una especie de hegemonía conceptual. Me sorprendió cómo tu interpretación de esta afirmación concisa resuena con las propias ideas de Diner sobre la inconmensurabilidad de las perspectivas de víctimas y perpetradores: "existe una unicidad absoluta en los genocidios —incluido el Holocausto— que se encarna en sus víctimas", escribes. Sin embargo, "la comprensión histórica implica contextualizarlo y trascenderlo, incluso mediante su comparación con otras formas de violencia, en lugar de sacralizarlo". Sugieres que la noción de un Zivilisationsbruch crea una jerarquía de víctimas de genocidio, ignora los crímenes del colonialismo alemán y enmarca el Holocausto como una aberración, en vez de un producto de la civilización moderna. ¿Cuándo y cómo se incorporó este concepto en tu pensamiento? A pesar de sus contradicciones, ¿qué está en juego para ti al aferrarte a él e invertir su significado?
La concepción de Dan Diner sobre el Holocausto como un "colapso de la civilización" (Zivilisationsbruch) fue una poderosa intervención en el Historikerstreit, cuando Nolte propuso una interpretación apologética de los crímenes nazis, aunque no estuvo exenta de ambigüedades. En particular, no comparto su visión del Holocausto como una "caja negra de comprensión" (ein schwarzer Kasten des Erklärens). Hay muchas formas de definir un "colapso civilizatorio": una regresión histórica hacia la barbarie, como sugirió Norbert Elias; una dialéctica negativa que transformó la razón de herramienta emancipadora a totalitaria, es decir, la "autodestrucción de la razón" teorizada por Theodor W. Adorno y Max Horkheimer; o incluso, como indicó Jürgen Habermas, una ruptura antropológica, un desgarro del tejido básico de solidaridad que permite a los humanos coexistir. Hannah Arendt describió el totalitarismo como la aniquilación del infra, la diversidad y pluralidad humanas, elementos que ella consideraba esenciales para la política. Creo que cualquier genocidio es un "colapso civilizatorio", y cada genocidio es "único" para quienes son sus víctimas, pero también pienso que los historiadores deben trascender esta "unicidad" relacionada con la experiencia vivida y situarla en un contexto más amplio con múltiples actores. Historicizar los genocidios implica contextualizarlos, compararlos y explicarlos, en lugar de tratarlos como mónadas cerradas y aisladas. En otras palabras, esta singularidad es relativa, no absoluta; se puede captar a través de comparaciones y analogías, y no excluye similitudes. Estoy en desacuerdo radical con Claude Lanzmann, para quien la singularidad absoluta de la memoria de los supervivientes era la "verdad" del Holocausto. Tras capturar esta verdad en Shoah, él pensó, modestamente, que toda la historiografía del Holocausto era inútil y podía ser desechada. Este es un discurso místico que obstaculiza cualquier investigación sobre las raíces coloniales del Holocausto, así como su comparación con genocidios coloniales. Hoy, este debate místico sobre la "unicidad" del Holocausto se ha traducido en una especie de Realpolitik trivial: la "unicidad" de Israel como un estado redentor que encarna el legado de las víctimas del Holocausto. Así, el discurso de la unicidad del Holocausto realiza una inversión epistemológica y moral que convierte al opresor en víctima. Plantea la inocencia ontológica de Israel y justifica su apoyo incondicional.
Leí el notable ensayo de Pankaj Mishra "The Shoah after Gaza" como un elogio que marca el fin de una tradición judía progresista de memoria del Holocausto, ejemplificada por pensadores como Jean Améry, Günther Anders, Theodor Adorno y Zygmunt Bauman, centrada en los derechos humanos universales y en la afirmación de que "Nunca Más" se aplica a todos, no solo a los judíos. Como has argumentado, esto es especialmente cierto en el contexto europeo contemporáneo en el cualla islamofobia ha reemplazado al antisemitismo como la principal forma de racismo. Como también citas en una carta abierta firmada por muchos judíos italianos prominentes, "¿De qué sirve la memoria hoy si no contribuye a detener la fabricación de muerte en Gaza y Cisjordania?" Y añades en otro escrito: "Durante décadas, la memoria del Holocausto ha sido una fuerza motriz para el antirracismo y el anticolonialismo, utilizada para luchar contra todas las formas de desigualdad, exclusión y discriminación. Si este paradigma memorial fuera desnaturalizado, entraríamos en un mundo donde todo es equivalente y las palabras han perdido su valor. Nuestra concepción de la democracia, que no es solo un sistema de leyes sino también una cultura, una memoria y un legado histórico, se debilitaría". En obras como L'Histoire déchirée, essai sur Auschwitz et les intellectuels (1997) y The End of Jewish Modernity (2016), has defendido durante mucho tiempo esa tradición judía progresista, universalista y cosmopolita. ¿Ha sido distorsionada la memoria del Holocausto imposibilitando su recuperación? ¿Deberíamos, con Yehuda Elkana, exaltar las virtudes del olvido? ¿O puede esta tradición de la memoria, en palabras de Mishra, ser aún "redimida"?
Creo, junto a Pankaj Mishra, que la memoria del Holocausto debe ser "redimida". Gaza no es Auschwitz, y los genocidios difieren en muchos aspectos, desde su fenomenología hasta su magnitud. Lo que ambas comparten es la factualidad e intencionalidad de destrucción, este es el núcleo de la definición legal de genocidio, y no deben jerarquizarse según criterios morales o políticos. La memoria del Holocausto debería emplearse para impedir, no para justificar nuevos genocidios. La referencia a Jean Améry y Günther Anders, dos autores que frecuentemente cito en mis propios textos, es interesante porque revela una brecha crucial entre los años 60, cuando escribieron sobre Auschwitz para condenar el colonialismo en Argelia y Vietnam, y hoy en día, cuando el Holocausto es instrumentalizado por sionistas y defensores de Israel. Antes de los años 80, la memoria del Holocausto no estaba institucionalizada ni reificada por la industria cultural. Había muy pocos memoriales del Holocausto y Hollywood no producía películas sobre los campos de concentración al estilo La lista de Schindler de Steven Spielberg (1993) o La vida es bella de Roberto Benigni (1997). Los líderes fascistas eran antisemitas, no entusiastas defensores de Israel, y los estadistas occidentales eran mucho más sensibles hacia las víctimas del comunismo que hacia las judías. En ese tiempo, luchar contra el fascismo, el antisemitismo y el colonialismo no era en absoluto contradictorio; era obvio para cualquiera que pertenicera a la izquierda. Es al final de la Guerra Fría, cuando se produce la incorporación del Holocausto en el dispositivo ideológico occidental, con sus conmemoraciones oficiales, políticas de memoria, programas escolares y museos, aquello que produjo una grieta cada vez más grande entre su memoria y la del colonialismo. Una vez transformada en una "religión civil" de Occidente, la memoria del Holocausto rompió su vínculo orgánico con el anticolonialismo, el antiimperialismo y el antirracismo; se convirtió en parte central de una retórica de derechos humanos mostrada como un escudo para la misión civilizadora occidental. Tal transformación tuvo consecuencias aterradoras. Por eso creo que deberíamos rescatar una memoria del Holocausto olvidada que se unió a la lucha contra el colonialismo después de la Segunda Guerra Mundial. Entiendo el significado de la súplica de Yehuda Elkana en la década de 1980, o el reciente elogio del olvido de David Rieff, pero el olvido no puede ser impuesto o decretado, como en Atenas después de las guerras del Peloponeso. Paul Ricœur explicó de manera convincente que el olvido siempre es parte de un proceso de construcción de la memoria; es una especie de pasado latente que puede ser reactivado, como aprendimos del poderoso oleada de iconoclastia que ocurrió hace cinco años, tras el asesinato de George Floyd en Minneapolis. El pasado celebrado por las estatuas racistas estaba petrificado pero no olvidado. Hoy no podemos prescribir ningún olvido del Holocausto, sino que deberíamos más bien cofnrontar una memoria del Holocausto corrupta y usada como arma arrojadiza.
También has escrito sobre el legado del superviviente de Auschwitz italiano, Primo Levi. Como descubrí enseñando su obra el año pasado, su progresiva relación con el sionismo fue conflictiva e ilustrativa sobre su generación. Después de la guerra, mostró simpatía por Israel como la tierra de los supervivientes del Holocausto, llegando incluso a llamarla su "segunda patria". Sin embargo, también criticó abiertamente corrientes políticas que consideraba fascistas, incluyendo el sionismo revisionista desde Jabotinsky hasta Begin. Se destacó como un superviviente-testigo en dos aspectos. Primero, como señalas, porque "fue deportado como judío, pero arrestado como partisano", y sostenía asimismo que "los recuerdos judíos y antifascistas solo podían existir juntos, como memorias gemelas". Segundo, su concepción humanista e ilustrada de la moralidad tras el Holocausto, que emplea conceptos como la "zona gris", rechaza los conceptos binarios simplistas de bueno y malo. ¿Crees que estos aspectos hacen que su trabajo sea más resistente a la distorsión?
La canonización contemporánea de Primo Levi como una figura icónica del catecismo del Holocausto resulta profundamente discordante con su propia concepción del testimonio. En su opinión, los testigos no eran ni santos seculares ni oráculos. Siempre enfatizó los límites de la memoria individual. Aquellos que sobrevivieron al Holocausto no eran ni los "mejores" ni los más resistentes; simplemente eran personas "afortunadas" en medio de una tragedia histórica. Su experiencia en los campos de la muerte era limitada; no conocieron las cámaras de gas y, por ende, eran solo testigos indirectos. Con extrema severidad hacia sí mismo y hacia sus compañeros de prisión que habían regresado de la deportación a los campos nazis, se describió a sí mismo como parte de una minoría "anómala" y muy reducida: aquellos que por casualidad no habían "tocado fondo". Aquellos que sí lo hicieron, "aquellos que vieron la Gorgona, no regresaron para contarlo, o regresaron mudos". Los "ahogados", agregó, "son la regla, nosotros somos la excepción". Los recuerdos de los testigos podrían jugar un papel crucial en el proceso de construir una conciencia histórica colectiva, pero no merecían medallas ni privilegios. Creía en algunos valores de izquierda como la autoemancipación y, como defensor de la Ilustración, consideraba el testimonio como una expresión de la razón humana. Estaba profundamente comprometido con el antifascismo y no podía concebir su memoria de Auschwitz separada del legado de la Resistencia. Ciertamente, no podía imaginar a los herederos del fascismo (como Giorgia Meloni) como defensores de Israel y azotes del antisemitismo, pero tampoco era ciego a la opresión israelí de los palestinos. En 1982 describió a Menájem Beguin como "fascista". De hecho, sería difícil encontrar un judío de la diáspora menos sionista que Primo Levi. Era italiano y nunca sintió su judaísmo como un sentimiento patriótico o una identidad nacional.
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La portada de tu último libro sobre Gaza articula de manera aguda su intervención histórica: "La destrucción de Gaza recuerda a la edad dorada del colonialismo, cuando Occidente perpetró genocidios en Asia y África en nombre de la misión civilizadora". Más adelante invocas la idea del historiador israelí Amnon Raz-Krakotzkin de que "Israel no es un 'estado-nación', sino un 'proceso continuo de redención' basado en una combinación única de teología y colonialismo". En una entrevista, dices que "el sionismo es una forma sui generis de colonialismo, muy diferente del modelo británico en la India o del modelo francés en Argelia". Algunos, como Adam Kirsch, han criticado el uso del concepto de "colonialismo de poblamiento" en este contexto porque puede generar analogías inexactas con casos en los que se podría expulsar a los colonos de vuelta a las metrópolis, lo que no se aplica a Israel. ¿Cuáles crees que son los méritos o los peligros que tiene emplear el marco del colonialismo en este contexto?
Tu pregunta aborda dos temas distintos: por un lado, el núcleo teológico-político del sionismo, una forma de nacionalismo judío que seculariza la identidad de una comunidad religiosa y la remodela como una nación moderna; por otro lado, Israel como una forma de colonialismo de asentamiento. Estos temas están íntimamente entrelazados pero pueden distinguirse analíticamente.
Las raíces teológicas de Israel han sido enfatizadas por muchos estudiosos y pensadores sionistas. Según Zeev Sternhell, “la Biblia siempre fue el argumento supremo del sionismo,” desde Aharon-David Gordon en adelante. Y este argumento, señaló, era compartido por los padres fundadores del sionismo. Estoy de acuerdo con Raz-Krakotzkin cuando representa a Israel como algo distinto de un estado-nación convencional. El proyecto del sionismo fue la creación de un estado judío a través de un proceso de inmigración permanente y asentamiento de un territorio reservado para una comunidad con base religiosa (judíos de todos los países y continentes) y susceptible de convertirse en una nueva nación judía. A los ojos de Raz-Krakotzkin, este proceso fue una combinación singular de teología y colonialismo. Por supuesto, ambas dimensiones pertenecen a la historia occidental, pero el sionismo las fusionó de manera singular. Más recientemente, Adam Stern reformuló este diagnóstico en un libro que conoces muy bien. Tal vez podríamos decir que nuestra modernidad política occidental contiene esta genealogía teológica oculta que toma forma consumada en el discurso sionista de la redención judía a través de Israel. Israel otorgó una nueva soberanía a las víctimas del Holocausto al redimir a los muertos y sacralizar el poder temporal de los supervivientes. Esta teología política es el núcleo secreto de un estado cuya existencia y actos son completamente profanos. Este es el trasfondo teológico-político de una comunidad imaginada moderna.
La definición de Israel como una forma de colonialismo de poblamiento pertenece a una amplia tradición de pensamiento anticolonial y poscolonial, desde Maxime Rodinson hasta Rashid Khalidi. El proyecto sionista de inmigración judía a Palestina con el propósito de construir un estado-nación es una forma de colonialismo de poblamiento, ya que su consecuencia planificada es la erradicación de los árabes. El sionismo no deseaba someterse a ellos, deseaba expulsarlos, y este proyecto encaja en la categoría de colonialismo de poblamiento. Podríamos llamarlo una forma peculiar de colonialismo de poblamiento, ya que la mayoría de los inmigrantes judíos que llegaron a Israel después de la Segunda Guerra Mundial eran refugiados, pero Israel los transformó en colonos. Esta fue la tragedia de muchos bundistas que en Polonia habían sido antisionistas comprometidos y en Israel se convirtieron en soldados del estado judío. Los colonialismos de asentamiento pueden diferir significativamente entre sí, pero en muchos casos sus consecuencias son irreversibles. Visto desde una perspectiva histórica, podemos decir que tanto Estados Unidos como Australia nacieron del colonialismo de poblamiento. Hoy son naciones prósperas, y nadie propone su borrado o evacuación, pero el reconocimiento de sus orígenes violentos legitima las reclamaciones de los pueblos indígenas de justicia y reparación. En Oriente Medio, el colonialismo de poblamiento sionista creó una nación israelí que tiene ochenta años (más de tres generaciones). Ni sus vecinos árabes ni los propios palestinos, incluido Hamás, niegan su derecho a existir. Lo que demandan es libertad e igualdad, no la expulsión de los judíos. Desde este punto de vista, los argumentos de Adam Kirsch no son muy convincentes. Negar la naturaleza de Israel como un estado colonial de poblamiento significa, en última instancia, negar la realidad de su política de despojo de los palestinos. No puedo aceptar un argumento teológico según el cual Israel no es un estado colonial porque los judíos son los legítimos propietarios de Eretz Israel, una tierra que Dios les dio.
Israel nació de circunstancias históricas excepcionales, por un voto de las Naciones Unidas que aún reflejaba la alianza de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial en el momento en que se estaba derrumbando en medio del inicio de la Guerra Fría. Pero creció como una extensión de Occidente en Oriente Medio, existiendo desde 1967 como una de sus expresiones geopolíticas cruciales. La historia judía (incluida la de los judíos árabes) fue incorporada en la idea de una civilización occidental "judeocristiana", cuyo corolario fue el colonialismo. Este es el proceso paradójico mediante el cual una tradición cristiana históricamente antisemita asimiló una forma secular de mesianismo judío. Gaza es solo la última etapa de este proceso.
El término Staatsräson, o "razón de Estado", fue invocado por la canciller alemana Angela Merkel en 2008 para describir el apoyo incondicional de su país a la seguridad de Israel, y desde entonces se ha convertido en un pilar de la política exterior alemana. Reevalúas críticamente este concepto, afirmando que desde su acuñación por el estadista italiano Giovanni Botero en 1589, pasando por Maquiavelo, Friedrich Meinecke y Paul Wolfowitz hasta Olaf Scholz, alude a un "estado de excepción", "la violación por parte de un poder político de sus propios principios éticos en servicio a un interés superior" y "comúnmente se describe como una forma inmoral de realpolitik". Así concluyes, "Detrás de la razón de Estado no está la democracia, sino Guantánamo". Este concepto capta adecuadamente la hipocresía del coninuado apoyo militar de Alemania a Israel en sus guerras actuales, pese a sus obligaciones legales de defender los derechos humanos internacionales, que según varios tribunales internacionales Israel ha contravenido. ¿Ves esto como un desarrollo reciente?
No, no creo que sea un fenómeno nuevo, sino la culminación de un proceso que comenzó al menos hace veinte años. Desde el Historikerstreit hasta principios de los años 2000, la memoria del Holocausto significaba sobre todo la construcción de una nueva conciencia histórica alemana basada en el reconocimiento de los crímenes nazis, no una razón de Estado que buscara reforzar la posición de Alemania dentro del orden geopolítico y simbólico occidental, implementando políticas xenófobas e islamófobas y apoyando incondicionalmente a Israel. Al mismo tiempo, creo que la Staatsräson siempre ha jugado un papel en el enfoque alemán de la cuestión judía. Por ejemplo, desempeñó un papel no desdeñable a principios de los años 50, cuando Adenauer adoptó una política de reparación para las víctimas de los crímenes nazis (Wiedergutmachung). Pero no debemos olvidar que la razón de Estado, por inmoral y despreciable que sea, ciertamente no es una peculiaridad alemana. Lo que es particularmente repugnante, en este caso, es la retórica que acompaña esta elección, presentándola como prueba de alta moralidad, cuando de hecho instrumentaliza la memoria de un genocidio para justificar un nuevo genocidio. Prefiero la honestidad de Fidel Castro, quien en 1968 admitió que Cuba no tenía otra opción que aprobar la invasión soviética de Checoslovaquia. Para Cuba, era una condición de supervivencia. Este no fue el caso de Alemania, que eligió la Realpolitik occidental en contra del Tribunal Internacional de Justicia.
Las protestas en solidaridad con Palestina que tuvieron lugar en los campus estadounidenses el año pasado constituyen un activismo a una escala que no se veía desde la Guerra de Vietnam. Tú experimentaste de primera mano las de Cornell. Estas manifestaciones, que a menudo involucraban a estudiantes judíos, fueron rápidamente estigmatizadas con la acusación de lo que tú denominas "un nuevo antisemitismo imaginario" que se instrumentalizó para suprimir y criminalizar las posturas antisionistas. Para los medios de comunicación, donantes y administradores que impulsaban este pánico moral, comentas con ironía: "Los conspiradores judeobolcheviques de antaño se han convertido en los izquierdistas islámicos de hoy". En el contexto alemán, criticas la cultura de denuncia y las "fatwas" contra pensadores como Achille Mbembe, e incluso académicos judíos como Judith Butler y Nancy Fraser, que violan los tabúes alemanes sobre Israel. Al mismo tiempo, la culpa alemana se "externaliza" hacia inmigrantes y musulmanes, alimentando "un nuevo desarrollo xenófobo". Cuando escribes que "el uso cínico del recuerdo del Holocausto supone un grave peligro para nuestra cultura democrática global", te refieres tanto a los contextos europeos como americanos aquejados por "una censura antidemocrática". ¡Pero no terminemos en una nota de melancolía de izquierda! Tras el supuesto fin del intelectual, ¿no demuestra esta represión que las ideas y los intelectuales aún importan, y quizás sean incluso peligrosos?
Tienes razón: ¡los intelectuales aún importan! En medio de estos tiempos oscuros, su existencia es una muy buena noticia. Frente al genocidio en Gaza, además de las demostraciones y protestas a escala global, muchas voces han surgido para desafiar el discurso dominante. Los intelectuales han regresado y hemos redescubierto la importancia del papel que Jean-Paul Sartre y Edward Said les asignaron: el de alborotadores, disidentes, personas que alzan la voz para decir la verdad al poder. Y sus voces crean un contrapunto fructífero. La movilización de tantos académicos árabes e intelectuales públicos contra lo que ven claramente como el genocidio de los palestinos ciertamente no es sorprendente, pero tal disidencia significativa entre los intelectuales judíos no podría haberse predicho. Esto demuestra que la rica y noble tradición del pensamiento crítico judío sigue viva, y esto es uno de los "efectos secundarios" más reconfortantes de esta catástrofe. En Alemania circula un chiste en conversaciones informales que inquieta a los directivos de revistas y periódicos: la lista de intelectuales judíos censurados cuyas conferencias y debates han sido cancelados o a quienes se les ha negado visas es tan larga que nada similar había ocurrido desde el final del Tercer Reich. A este ritmo, nuestros virtuosos e inquisodres, los cazadores de antisemitas, pronto podrán organizar nuevas quemas de libros de autores judíos. Sin embargo, el papel de los intelectuales ha cambiado en nuestras sociedades. Aunque relativamente grandes, sus voces están dispersas y diluidas en las protestas. No hay voces prescriptivas como Émile Zola en el tiempo del Caso Dreyfus, mucho menos líderes carismáticos como Martin Luther King o Malcolm X en la década de 1960, cuando se produjo la lucha estadounidense por los derechos civiles. Esto no es consecuencia de sus límites o acciones, sino más bien el resultado de una transformación significativa de la esfera pública. En términos de Régis Debray, se podría decir que esto depende de la transición de la "grafosfera"—una era en la que la cultura era principalmente escrita, impresa y monopolizada por una élite relativamente pequeña—a la "videosfera" e internet, en la que la cultura está dominada por imágenes y comunicación. Este cambio histórico ha desestabilizado profundamente y finalmente destronado la figura clásica del intelectual público. Hablando con Walter Benjamin, se podría observar que este es un nuevo estadio en un largo proceso de reificación y democratización de la cultura. Quizás esto no sea solo algo malo. La caída de ídolos y mitos es una premisa para la autoemancipación.
Jonathon Catlin es Asociado Postdoctoral en el Centro de Humanidades de la Universidad de Rochester, donde también enseña en el Departamento de Historia. Posee un doctorado en Historia y Humanidades Interdisciplinarias de Princeton. Su proyecto actual es una historia del concepto de catástrofe en el pensamiento europeo del siglo XX. Ha contribuido y editado para el blog JHI desde 2016.
Editado por Jacob Saliba
* Este artículo se publicó inicialmente en el blog de Journal of the History of Ideas.