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Por qué Allende tenía que morir

Han pasado cincuenta años desde que el presidente chileno Salvador Allende muriera en el Palacio de La Moneda intentando defenderse con un AK-47 que le había regalado Fidel Castro. En un artículo del New Statesman publicado en marzo de 1974, el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez analiza la trayectoria de Allende en Chile, las relaciones de sus rivales con Estados Unidos y el ascenso de su sucesor, el general del ejército Augusto Pinochet.

Gabriel García Márquez11 septiembre 2023

Por qué Allende tenía que morir

Fue a finales de 1969 cuando tres generales del Pentágono cenaron con cinco militares chilenos en una casa de los suburbios de Washington. El anfitrión era el teniente coronel Gerardo López Angulo, agregado aéreo adjunto de la Misión Militar de Chile en Estados Unidos, y los invitados chilenos eran sus colegas de las otras ramas en el servicio. La cena se realizó en honor del nuevo director de la Academia de la Fuerza Aérea de Chile, General Carlos Toro Mazote, que había llegado el día anterior en misión de estudio. Los ocho oficiales cenaron ensalada de frutas, ternera asada y guisantes, y bebieron los cálidos vinos de su lejana patria al sur, donde los pájaros brillaban en las playas mientras Washington se revolcaba en la nieve, y hablaron sobre todo en inglés de lo único que parecía interesar a los chilenos en aquellos días: las próximas elecciones presidenciales del siguiente septiembre. Durante el postre, uno de los generales del Pentágono preguntó qué haría el ejército chileno si el candidato de la izquierda, alguien como Salvador Allende, fuera elegido. El General Toro Mazote respondió: «Tomaremos el Palacio de la Moneda en media hora, aunque tengamos que incendiarlo.»

Uno de los invitados era el general Ernesto Baeza, hoy director de Seguridad Nacional de Chile, el que dirigió el ataque al palacio presidencial durante el golpe de septiembre pasado y dio la orden de incendiarlo. Dos de sus subordinados en aquellos primeros días se harían famosos en la misma operación: el general Augusto Pinochet, presidente de la Junta Militar, y el general Javier Palacios. También estaba en la mesa el general de brigada de la Fuerza Aérea Sergio Figueroa Gutiérrez, ahora ministro de Obras Públicas y amigo íntimo de otro miembro de la junta militar, el general de la Fuerza Aérea Gustavo Leigh, que ordenó el bombardeo con cohetes del palacio presidencial. El último invitado fue el almirante Arturo Troncoso, actual gobernador naval de Valparaíso, que llevó a cabo la sangrienta purga de oficiales navales progresistas y fue uno de los que lanzaron la sublevación militar del 11 de septiembre.

Aquella cena resultó ser un encuentro histórico entre el Pentágono y altos oficiales de los servicios militares chilenos. En otras reuniones sucesivas, en Washington y Santiago, se acordó un plan de contingencia, según el cual los militares chilenos más ligados, en alma y corazón, a los intereses norteamericanos se harían con el poder en caso de que se produjera la victoria de la coalición de la Unidad Popular de Allende.

El plan fue concebido a sangre fría, como una simple operación militar, no fue consecuencia de la presión ejercida por International Telephone and Telegraph (ITT). Fue engendrado por razones mucho más profundas de política internacional. En el lado norteamericano, la organización puesta en marcha fue la Agencia de Inteligencia de Defensa del Pentágono, pero la que estaba realmente al mando era la agencia de inteligencia naval, bajo la dirección política superior de la CIA, y el Consejo de Seguridad Nacional. Lo normal era poner a la Armada y no al Ejército al frente del proyecto, pues el golpe chileno iba a coincidir con la Operación Unitas, que era el nombre que se daba a las maniobras conjuntas de unidades navales norteamericanas y chilenas en el Pacífico. Esas maniobras se realizaban a fines de cada septiembre, el mismo mes de las elecciones, y era habitual que en la tierra y los cielos de Chile aparecieran todo tipo de equipos de guerra y de hombres bien entrenados en las artes y ciencias de la muerte.

Durante ese período, Henry Kissinger había dicho en privado a un grupo de chilenos: «No me interesa, ni sé nada, de la parte sur del mundo desde los Pirineos hacia abajo». Para entonces, el plan de contingencia se había completado hasta sus más mínimos detalles y es imposible suponer que Kissinger o el propio presidente Nixon no estuvieran al tanto de él.

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Chile es un país estrecho, de unos 2.660 kilómetros de largo y una media de 119 de ancho, y con diez millones de exuberantes habitantes, casi tres millones de los cuales viven en el área metropolitana de Santiago, la capital. La grandeza del país no se deriva del número de virtudes que posee sino, más bien, de sus muchas singularidades. Lo único que produce con la más absoluta de la seriedad es el mineral de cobre, pero ese mineral es el mejor del mundo y su volumen de producción solo es superado por el de Estados Unidos y la Unión Soviética. También produce un vino tan bueno como las variedades europeas, pero no se exporta mucho. Su renta per cápita, de 650 dólares, es una de las más altas de América Latina, pero casi la mitad del producto nacional bruto ha correspondido de manera tradicional a menos de 300.000 personas.

En 1932, Chile se convirtió en la primera república socialista de América y, con el apoyo entusiasta de los trabajadores, el gobierno intentó la nacionalización del cobre y el carbón. El experimento sólo duró 13 días. Chile tiene un temblor de tierra de una media de una vez cada dos días y un terremoto devastador cada mandato presidencial. Los geólogos menos apocalípticos piensan en Chile no como un país de tierra firme sino como una cornisa de los Andes en un mar brumoso y creen que todo su territorio nacional está condenado a desaparecer en algún cataclismo futuro.

Los chilenos se parecen mucho a su país en algunos aspectos. Son la gente más agradable del continente, les gusta estar vivos y saben vivir de la mejor manera posible e incluso un poco más; pero tienen una peligrosa tendencia al escepticismo y a la especulación intelectual. Un chileno me dijo una vez un lunes: «Ningún chileno cree que mañana es martes», y él tampoco se lo creía. Sin embargo, incluso con esa arraigada incredulidad –o gracias a ella, tal vez– los chilenos han alcanzado un grado de civilización natural, una madurez política y un nivel cultural que los distingue del resto de la región. De los tres premios Nobel de Literatura que ha ganado América Latina, dos han recaído en chilenos, uno de los cuales, Pablo Neruda, ha sido el mayor poeta de este siglo. Puede que Kissinger lo supiera cuando dijo que no sabía nada de la parte meridional del mundo. En cualquier caso, las agencias de inteligencia estadounidenses sabían mucho más. En 1965, sin el permiso de Chile, la nación se convirtió en el centro de operaciones y de reclutamiento de una fantástica operación de espionaje social y político: Proyecto Camelot. Se trataba de una investigación secreta que debía someter a cuestionarios precisos a personas de todos los niveles sociales, de todas las profesiones y oficios, incluso en los lugares más recónditos de varias naciones latinoamericanas, con el fin de establecer de manera científica el grado de desarrollo político y las tendencias sociales de diversos grupos sociales. El cuestionario destinado a los militares contenía la misma pregunta que los oficiales chilenos volverían a escuchar en la cena de Washington: ¿cuál será su posición si el comunismo llega al poder? Era una pregunta descabellada.

Chile había sido durante mucho tiempo la zona elegida para la investigación de los científicos sociales norteamericanos. La antigüedad y fuerza de su movimiento popular, la tenacidad e inteligencia de sus dirigentes y las propias condiciones económicas y sociales permitían vislumbrar el destino del país. No hacían falta las conclusiones de algo como el Proyecto Camelot para avanzar la creencia de que Chile era el principal candidato a ser la segunda república socialista de América Latina después de Cuba. El objetivo de Estados Unidos, por tanto, no era simplemente impedir que el gobierno de Allende llegara al poder para proteger las inversiones norteamericanas. El objetivo ulterior era repetir la operación más fructífera que el imperialismo ha ayudado a realizar en América Latina: Brasil.

El 4 de septiembre de 1970, como se había previsto, el médico socialista y masón Allende fue elegido presidente de la república. Sin embargo, el plan de contingencia no se puso en práctica. La explicación más extendida es también la más ridícula: alguien se equivocó en el Pentágono y solicitó 200 visados para un supuesto coro de la Armada, que, en realidad, debía estar formado por especialistas en derrocar gobiernos; sin embargo, entre ellos había varios almirantes que no sabían cantar ni una sola nota. Esa metedura de pata, es de suponer, determinó el aplazamiento de la aventura. 

Lo cierto es que el proyecto había sido evaluado en profundidad: otras agencias norteamericanas, en particular la CIA, y el embajador norteamericano en Chile consideraron que el plan de contingencia era demasiado estrictamente una operación militar y no tenía en cuenta las condiciones políticas y sociales actuales el país.

De hecho, la victoria de la Unidad Popular no provocó el pánico social que esperaba la inteligencia estadounidense. Por el contrario, la independencia del nuevo gobierno en asuntos internacionales y su firmeza en materia económica crearon inmediatamente un ambiente de celebración social.

Durante el primer año se nacionalizaron 47 empresas industriales y la mayor parte del sistema bancario. La reforma agraria supuso la expropiación y la incorporación a la propiedad comunal de seis millones de acres de tierras que antes estaban en manos de los grandes terratenientes. Se frenó el proceso inflacionista, se alcanzó el pleno empleo y los salarios recibieron un aumento efectivo del 30 %.

Todo el cobre nacionalizado

El gobierno anterior, encabezado por el democratacristiano Eduardo Frei, había iniciado gestiones para nacionalizar el cobre, aunque lo llamó «chilenización». Lo único que hizo fue comprar el 51 % de las propiedades mineras en manos de Estados Unidos y sólo por la mina de El Teniente pagó una suma superior al valor contable total de esa instalación.

La Unidad Popular, con un solo acto jurídico apoyado en el Congreso por todos los partidos populares de la nación, recuperó para la nación todos los yacimientos de cobre explotados por las filiales de las empresas norteamericanas Anaconda y Kennecott. Sin indemnización: el gobierno había calculado que las dos empresas habían obtenido un beneficio superior a 800 millones de dólares en 15 años.

La pequeña burguesía y la clase media, las dos grandes fuerzas sociales que podrían haber apoyado un golpe militar en aquel momento, empezaban a disfrutar de ventajas imprevistas y no a expensas del proletariado, como siempre había sido el caso, sino, más bien, a expensas de la oligarquía financiera y del capital extranjero. Las fuerzas armadas, como grupo social, tienen los mismos orígenes y ambiciones que la clase media, por lo que no tenían ningún motivo, ni siquiera una coartada, para respaldar al minúsculo grupo de oficiales golpistas. Conscientes de esa realidad, los democristianos no sólo no apoyaron entonces el complot cuartelero, sino que se opusieron resueltamente a él, pues sabían que era impopular entre sus propias bases.

Su objetivo volvía a ser otro: utilizar todos los medios posibles para perjudicar la buena salud del gobierno con el fin de obtener dos tercios de los escaños en el Congreso en las elecciones de marzo de 1973. Con esa mayoría, podrían votar la destitución constitucional del Presidente de la República.

La Democracia Cristiana constituye una gran organización interclasista, con una auténtica base popular entre el proletariado industrial moderno, los pequeños y medianos propietarios rurales y la pequeña burguesía y clase media de las ciudades. La Unidad Popular, aunque también interclasista en su composición, era la expresión de los trabajadores del proletariado menos favorecido -el proletariado agrícola- y de la baja burguesía de las ciudades.

La Democracia Cristiana, aliada con el Partido Nacional, de extrema derecha, controlaba el Congreso y las Cortes; la Unidad Popular controlaba el ejecutivo. La polarización de estos dos partidos iba a ser, de hecho, la polarización del país. Curiosamente, el católico Frei, que no cree en el marxismo, fue el que mejor aprovechó la lucha de clases, el que la estimuló y la llevó a un punto crítico, con el objetivo de desquiciar al gobierno y hundir al país en el abismo de la desmoralización y el desastre económico.

El bloqueo económico de Estados Unidos, un alarde de expropiación sin indemnización, hizo el resto. En Chile se fabrican todo tipo de bienes, desde automóviles hasta pasta de dientes, pero esta base industrial posee una identidad falsa: en las 160 empresas más importantes, el 60 % del capital era extranjero y el 80% de los materiales básicos procedían del exterior. Además, el país necesitaba 300 millones de dólares al año para importar bienes de consumo y otros 450 millones para pagar los intereses de su deuda externa.

Pero las necesidades urgentes de Chile eran extraordinarias y mucho más profundas. Las alegres señoras de la burguesía, con el pretexto de protestar contra el racionamiento, la inflación galopante y las reivindicaciones de los pobres, salieron a la calle golpeando sus cacerolas vacías. No fue casualidad, sino todo lo contrario; fue muy significativo que aquel espectáculo callejero de zorros plateados y sombreros floreados tuviera lugar la misma tarde en que Fidel Castro ponía fin a una visita de 30 días que había provocado un terremoto de movilización social de los partidarios del Gobierno.

Semilla de destrucción

El Presidente Allende entendió entonces -y así lo dijo- que el pueblo tenía el gobierno pero no tenía el poder. La frase era más amarga de lo que parecía y también más alarmante, pues dentro de sí Allende llevaba un germen legalista que guardaba la semilla de su propia destrucción: hombre que luchó hasta la muerte en defensa de la legalidad, habría sido capaz de salir del Palacio de La Moneda con la frente en alto si el Congreso lo hubiera destituido dentro de los límites de la Constitución.

La periodista y política italiana Rossana Rossanda, que visitó a Allende durante ese período, lo encontró envejecido, tenso y lleno de sombrías premoniciones mientras hablaba con ella desde el sofá amarillo de cretona donde, siete meses después, yacería su cuerpo acribillado, con el rostro aplastado por la culata de un fusil. Entonces, en vísperas de las elecciones de marzo de 1973, en las que se jugaba su destino, se habría conformado con el 36 % de los votos a favor de la Unidad Popular. Y sin embargo, a pesar de la inflación galopante, del racionamiento severo y del concierto de cacerolas de las alegres esposas de los barrios altos, obtuvo el 44 %. Fue una victoria tan espectacular y decisiva que cuando Allende se quedó solo en su despacho con su amigo y confidente, el periodista Augusto Olivares, cerró la puerta y bailó una cueca él solo.

Para los Demócrata-Cristianos, fue la prueba de que el proceso de justicia social puesto en marcha por la coalición de la Unidad Popular no podía retroceder por medios legales, pero les faltó visión para medir las consecuencias de las acciones que entonces emprendieron. Para Estados Unidos, la elección fue una advertencia mucho más grave y fue más allá de los simples intereses de las empresas expropiadas. Era un precedente inadmisible para el progreso pacífico y el cambio social de los pueblos del mundo, en particular los de Francia e Italia, donde las condiciones actuales hacen posible un intento de experimento en la línea de Chile. Todas las fuerzas de la reacción interna y externa se unieron para formar un bloque compacto.

El golpe final financiado por la CIA

La huelga de camioneros fue el golpe definitivo. Debido a la agreste geografía del país, la economía chilena está a merced de su transporte. Paralizar el transporte es paralizar el país. A la oposición le resultó fácil coordinar la huelga, ya que el gremio de camioneros era uno de los grupos más afectados por la escasez de repuestos y, además, se veía amenazado por el pequeño programa piloto del gobierno para proporcionar servicios estatales de transporte por carretera adecuados en el extremo sur de la nación. El paro duró hasta el final sin un solo momento de alivio porque se financió con dinero del exterior. «La CIA inundó el país de dólares para apoyar el paro patronal y... el capital extranjero se abrió paso en la formación de un mercado negro», escribió Pablo Neruda a un amigo en Europa. Una semana antes del golpe se habían agotado el petróleo, la leche y el pan.

Durante los últimos días de la Unidad Popular, con la economía desquiciada y el país al borde de la guerra civil, las maniobras del gobierno y la oposición se centraron en la esperanza de cambiar el equilibrio de poder en las fuerzas armadas a favor de uno u otro. El movimiento final fue alucinante en su perfección: 48 horas antes del golpe, la oposición consiguió inhabilitar a todos los oficiales de alto rango que apoyaban a Allende y promover en su lugar, uno a uno, en una serie de gambitos inconcebibles, a todos los oficiales que habían estado presentes en la cena de Washington.

En ese momento, sin embargo, la partida de ajedrez político había escapado al control de sus jugadores. Arrastrados por una dialéctica irreversible, ellos mismos acabaron siendo peones de una partida de ajedrez mucho más grande, mucho más compleja y políticamente más importante que cualquier mero plan urdido conjuntamente por el imperialismo y la reacción contra el gobierno del pueblo. Se trataba de un aterrador enfrentamiento de clases que se les escapaba de las manos a los mismos que lo habían provocado, una cruel y feroz lucha de intereses contrapuestos, y el desenlace final tenía que ser un cataclismo social sin precedentes en la historia de América.

Un golpe militar en esas condiciones no sería incruento. Allende lo sabía. Las fuerzas armadas chilenas, en contra de lo que nos han hecho creer, han intervenido en política cada vez que sus intereses de clase han parecido amenazados y lo han hecho con una ferocidad desmesuradamente represiva. Las dos constituciones que ha tenido el país en los últimos 100 años fueron impuestas por la fuerza de las armas y el reciente golpe militar ha sido el sexto levantamiento en un período de 50 años.

La sed de sangre del ejército chileno forma parte de su cuna, procedente de aquella terrible escuela de lucha cuerpo a cuerpo contra los indios araucanos, una lucha que duró 300 años. Uno de sus precursores se jactaba en 1620 de haber matado con sus propias manos a más de 2.000 personas en una sola acción. Joaquín Edwards Bello relata en sus crónicas que durante una epidemia de tifus exantemático el ejército sacó a los enfermos de sus casas y los mató en un baño envenenado para acabar con la peste. Durante una guerra civil de siete meses en 1891, murieron 10.000 personas en una serie de sangrientos enfrentamientos. Los peruanos afirman que durante la ocupación de Lima en la guerra del Pacífico, los soldados chilenos saquearon la biblioteca de don Ricardo Palma, llevándose los libros no para leerlos sino para limpiarse el trasero.

Historia de brutalidad

Los movimientos populares han sido reprimidos con la misma brutalidad. Tras el terremoto de Valparaíso de 1906, fuerzas navales aniquilaron la organización de estibadores de 8.000 trabajadores. En Iquique, a principios de siglo, los huelguistas que se manifestaban intentaron refugiarse de las tropas y fueron ametrallados: en diez minutos hubo 2.000 muertos. El 2 de abril de 1957, el ejército disolvió un disturbio civil en la zona comercial de Santiago y nunca se estableció el número de víctimas porque el gobierno se llevó los cadáveres a escondidas.

Durante una huelga en la mina El Salvador, durante el gobierno de Eduardo Frei, una patrulla militar abrió fuego contra una manifestación para disolverla y mató a seis personas, entre ellas algunos niños y una mujer embarazada. El comandante del puesto era un oscuro general de 52 años, padre de cinco hijos, profesor de geografía y autor de varios libros sobre temas militares: Augusto Pinochet.

El mito del legalismo y la mansedumbre de aquel ejército brutal fue inventado por la burguesía chilena en su propio interés. La Unidad Popular lo mantuvo vivo con la esperanza de cambiar a su favor la composición de clase de los cuadros superiores. Pero Allende se sentía más seguro entre los Carabineros, una fuerza armada de origen popular y campesino que estaba bajo el mando directo del presidente de la república. De hecho, la Junta tuvo que bajar seis puestos en la lista de antigüedad del cuerpo antes de encontrar un oficial superior que apoyara el golpe. Los oficiales más jóvenes se atrincheraron en la escuela de oficiales subalternos de Santiago y resistieron durante cuatro días hasta que fueron aniquilados.

Esa fue la batalla más conocida de la guerra secreta que estalló dentro de los puestos militares en vísperas del golpe. Los oficiales que se negaron a apoyar el golpe y los que no cumplieron las órdenes de represión fueron asesinados sin piedad por los instigadores. Regimientos enteros se amotinaron, tanto en Santiago como en provincias, y fueron reprimidos sin piedad, con sus líderes masacrados como lección para las tropas.

El comandante de las unidades blindadas de Viña del Mar, coronel Cantuarias, fue ametrallado por sus subordinados. Pasará mucho tiempo antes de que se conozca el número de víctimas de esa carnicería interna, pues los cadáveres fueron retirados de los puestos militares en camiones de basura y enterrados en secreto. En total, sólo se podía confiar en unos 50 oficiales superiores para dirigir tropas que habían sido depuradas de antemano.

El papel de los agentes extranjeros

La historia de la intriga tiene que pegarse a partir de muchas fuentes, algunas fiables, otras no. Al parecer, en el golpe participaron agentes extranjeros de todo tipo. Según fuentes clandestinas chilenas, el bombardeo del Palacio de La Moneda, cuya precisión técnica sorprendió a los expertos, fue realizado por un equipo de acróbatas aéreos estadounidenses que habían entrado en el país bajo la pantalla de la Operación Unitas para actuar en un circo volante el 18 de septiembre, día de la independencia nacional de Chile. También hay pruebas de que numerosos miembros de las fuerzas policiales secretas de los países vecinos se infiltraron a través de la frontera boliviana y permanecieron ocultos hasta el día del golpe, cuando desencadenaron su sangrienta persecución de los refugiados políticos de otros países de América Latina.

Brasil, la patria de los gorilas cabecillas, se había hecho cargo de esos servicios. Dos años antes, había provocado el golpe reaccionario en Bolivia, que significó la pérdida de un importante apoyo a Chile y facilitó la infiltración de todo tipo y medio de subversión. Parte de los préstamos concedidos a Brasil por Estados Unidos fue transferida secretamente a Bolivia para financiar la subversión en Chile. En 1972, un grupo de asesores militares estadounidenses realizó un viaje a La Paz, cuyo objetivo no ha sido revelado. Sin embargo, tal vez fue sólo una coincidencia que poco tiempo después de esa visita se produjeran movimientos de tropas y equipos en la frontera con Chile, lo que dio a los militares chilenos una nueva oportunidad para reforzar su posición interna y realizar transferencias de personal y ascensos en la cadena de mando favorables al inminente golpe.

Finalmente, el 11 de septiembre, mientras la Operación Unitas seguía adelante, el plan original trazado en la cena de Washington se llevó a cabo, con tres años de retraso, pero precisamente como había sido concebido: no como un golpe de cuartel convencional, sino como una devastadora operación de guerra.

Tenía que ser así, pues no se trataba simplemente de derrocar un régimen sino de implantar las semillas infernales traídas de Brasil, hasta que en Chile no quedara ni rastro de la estructura política y social que había hecho posible la Unidad Popular. La fase más dura, por desgracia, no había hecho más que empezar.

En esa batalla final, con el país a merced de fuerzas de subversión incontroladas e imprevistas, Allende seguía atado a la legalidad. La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado. Creyó haber resuelto la contradicción con la hipótesis de que las condiciones en Chile permitirían una evolución pacífica hacia el socialismo bajo la legalidad burguesa. La experiencia le enseñó demasiado tarde que un sistema no puede ser cambiado por un gobierno sin poder.

Esa desilusión tardía debió ser la fuerza que le impulsó a resistir hasta la muerte, defendiendo las ruinas en llamas de una casa que no era la suya, una sombría mansión que un arquitecto italiano había construido para ser casa de la moneda y que acabó siendo refugio de presidentes sin poder. Resistió durante seis horas con un subfusil que le había regalado Castro y que era la primera arma que Allende disparaba.

Hacia las cuatro de la tarde, el general de división Javier Palacios logró llegar al segundo piso con su ayudante, el capitán Gallardo, y un grupo de oficiales. Allí, en medio de las falsas sillas Luis XV, los jarrones con dragones chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, los esperaba Allende. Estaba en mangas de camisa, con casco de minero y sin corbata, la ropa manchada de sangre. Llevaba el subfusil en la mano, pero se había quedado sin munición.

Allende conocía bien al general Palacios. Unos días antes, le había dicho a Augusto Olivares que se trataba de un hombre peligroso y con estrechos vínculos con la embajada norteamericana. En cuanto lo vio aparecer por la escalera, Allende le gritó: « ¡Traidor!» y le disparó en la mano.

Lucha hasta el final

Según el relato de un testigo que me pidió no dar su nombre, el presidente murió en un intercambio de disparos con aquella banda. Después, todos los demás oficiales, en un ritual de casta, dispararon sobre el cadáver. Finalmente, un suboficial le partió la cara con la culata de su fusil.

Existe una fotografía: La tomó Juan Enrique Lira, fotógrafo del diario El Mercurio. Era el único autorizado para fotografiar el cadáver. Estaba tan desfigurado que cuando le mostraron el cuerpo en su ataúd a la señora Hortensia Allende, su esposa, no la dejaron descubrir el rostro.

Habría cumplido 64 años el próximo mes de julio. Su mayor virtud fue seguir hasta el final pero el destino sólo pudo concederle esa rara y trágica grandeza de morir en defensa armada de un anacrónico bobo del derecho burgués, defendiendo a una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado pero que legitimaría a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que lo había declarado ilegítimo pero que se plegaría complaciente ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la libertad de los partidos de oposición que habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que él había propuesto abolir pero sin disparar un tiro.

El drama tuvo lugar en Chile, para mayor desgracia de los chilenos, pero pasará a la historia como algo que nos ha ocurrido a todos, hijos de esta época, y permanecerá en nuestras vidas para siempre.

Esta es una traducción del clásico texto que publicó New Statesman sobre el golpe de Estado chileno de 1973.

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