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La libertad de Sudáfrica sigue siendo incompleta

En abril, Sudáfrica celebró el 30 aniversario del fin oficial del apartheid. Aunque el país se enfrenta hoy a muchos retos, la inquebrantable solidaridad de Sudáfrica con Palestina demuestra un compromiso duradero con el internacionalismo, un orgulloso legado procedente del movimiento de liberación contra el apartheid.

Suren Pillay 27 junio 2024

La libertad de Sudáfrica sigue siendo incompleta

En febrero de 1990, poco después de ser liberado tras casi 30 años de prisión, Nelson Mandela visitó Estados Unidos para hacer campaña a favor de una ampliación de las sanciones contra Sudáfrica. Mientras, se desarrollaban las negociaciones políticas para poner fin al apartheid. Como representante del Congreso Nacional Africano (CNA), en su momento Mandela fue clasificado como terrorista, una calificación que Estados Unidos no revisó hasta 2008. Durante su viaje, Mandela participó en una "asamblea pública" organizada por una importante cadena de televisión y moderada por el célebre periodista televisivo Ted Koppel. Entre las preguntas formuladas por un público, que había sido preseleccionado, un número sorprendente se centró en Israel y en la forma que tomaría la futura relación de Sudáfrica con el país tras el apartheid. Ken Adelman, entonces director del Instituto de Estudios Contemporáneos, se preocupó por las figuras políticas con las que Mandela había entablado relaciones. La lista de Adelman incluía al líder cubano Fidel Castro y al líder libio Muammar Gaddafi, pero le preocupaba especialmente la relación de Mandela con la Organización para la Liberación de Palestina y su líder, Yasser Arafat. Mandela respondió con cara de piedra: "uno de los errores que cometen algunos analistas políticos es pensar que sus enemigos deben ser nuestros enemigos". Mandela tenía claro que la relación del CNA con Cuba, Libia y los palestinos se basaba en el inquebrantable apoyo político y material de esos países a los movimientos de liberación de Sudáfrica.


En los intercambios que siguieron, Mandela sorteó las críticas y los temores expresados por quienes estaban preocupados por la futura relación de Sudáfrica con Israel de dos maneras. Por un lado, se mostró inflexible sobre la necesidad de la solidaridad de Sudáfrica con la lucha palestina y sus dirigentes. Por otro, se negaba a dejarse arrastrar por las ideas de Occidente sobre quiénes debían ser los amigos y los enemigos de Sudáfrica después del apartheid. "En lo que respecta a Yasser Arafat", explicó, "nos identificamos con la OLP porque, al igual que nosotros, luchan por el derecho de autodeterminación". Aunque Mandela insistió en que "el apoyo a Yasser Arafat en su lucha no significa que el CNA haya dudado nunca del derecho de Israel a existir como Estado, legalmente", fue igualmente claro al afirmar que el CNA rechazaba la idea de que "Israel tenga derecho a conservar los territorios que conquistó al mundo árabe, como la Franja de Gaza, los Altos del Golán y Cisjordania. No estamos de acuerdo con eso. Esos territorios deben ser devueltos al pueblo árabe". A esto siguieron diez segundos de fervientes aplausos.


La intervención de Mandela recuerda una historia de internacionalismo sudafricano a menudo olvidada hoy en día, pero que constituye un componente fundamental de la identidad del país. Una evaluación de la Sudáfrica posterior al apartheid redactada antes del 29 de diciembre de 2023 se habría centrado principalmente en una historia negativa sobre los retos que sigue afrontando el país con los legados económicos, sociales y políticos del apartheid, entre los que destacan el aumento de la desigualdad económica y el racismo. Junto con los nuevos retos, como el desmantelamiento de las empresas públicas por una clase rentista de nuevas élites económicas negras que compiten entre sí en nombre de la desracialización de la propiedad de las cumbres de la economía, y el aumento del desempleo juvenil, los motivos para celebrar pueden parecer escasos. Tan graves son estos desafíos que cuando los movimientos estudiantiles estallaron en las universidades sudafricanas en 2015, reclamando la descolonización del conocimiento en las universidades y la supresión de las tasas universitarias, uno de sus lemas más contundentes fue "A nuestros padres les vendieron sueños en 1994, ¡estamos aquí para que nos devuelvan el dinero!". A los ojos de quienes componen la generación conocida coloquialmente como "los nacidos libres" –los ahora jóvenes adultos nacidos después de 1994.., el acuerdo político que inauguró la Sudáfrica postapartheid parece menos un logro que celebrar que un compromiso que cuestionar, y quizá incluso algo que deshacer. Los compromisos que los movimientos de liberación alcanzaron con los representantes de los blancos beneficiarios del apartheid, en su opinión, han mantenido el privilegio racial blanco a expensas de la empobrecida mayoría negra, al limitar las posibilidades de una redistribución sustantiva de la riqueza.


Mandela expresó su solidaridad en términos de principios con Palestina antes de las primeras elecciones democráticas de Sudáfrica en 1994, y antes de que el CNA se convirtiera en el partido gobernante que es hoy. Ahora que el ANC se enfrenta a unas difíciles elecciones el 29 de mayo de este año, la disyuntiva entre sus eufóricas promesas de justicia e igualdad durante la lucha para acabar con el apartheid y la actual rutina de la vida postapartheid es una parte importante de una historia sincera que contar sobre la Sudáfrica postapartheid. Ahora bien, el 27 de abril de este año, el país celebró 30 años de ciudadanía y democracia universales y no raciales en medio de acontecimientos mundiales que aportarán otra dimensión a cualquier evaluación de la Sudáfrica postapartheid: el compromiso duradero del país con una política anticolonial que elude la conveniencia política, una anomalía en un sistema internacional dominado por los intereses propios de clase, nacionales y mundiales. El país presentó su caso formal ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) en virtud de la Aplicación de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en la Franja de Gaza (Sudáfrica contra Israel) a finales de 2023. Aplaudido por la mayor parte del mundo, el caso del gobierno sudafricano postapartheid ante la CIJ movilizó las obligaciones jurídicas internacionales en un intento de detener el castigo colectivo ilegal que Israel está llevando a cabo actualmente contra los palestinos a una escala tan atroz que entra dentro de las convenciones internacionales sobre genocidio. Mientras Sudáfrica conmemora las tres décadas desde el fin formal del apartheid, con los retos económicos nublando la optimista luminosidad de su otrora brillante futuro, circula ampliamente una exhortación de Mandela: "Nuestra libertad está incompleta sin la libertad de los palestinos". La proclama de Mandela vincula el audaz esfuerzo reciente de Sudáfrica por poner a prueba si el derecho internacional se aplica realmente a todos por igual -y exigir que así sea- con la promesa de sus cimientos postapartheid a principios de la década de 1990.


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La Corte intenacional de Justicia (CIJ) dictó una serie de medidas provisionales el 26 de enero de 2024, las cuales aceptaban el argumento de que el Estado de Israel se encontraba plausiblemente implicado en actos que podrían ser constitutivos de un genocidio. La autoridad relacionada con las obligaciones jurídicas internacionales sigue siendo dudosa, ya que Israel no parece haber cumplido los requisitos de las medidas provisionales, especialmente en lo que respecta al movimiento de ayuda humanitaria a Gaza y al fin de la matanza indiscriminada de palestinos. Por el contrario, Israel parece haberse vuelto aún más beligerante en su desafío al consenso jurídico internacional. Si los tribunales superiores de última instancia no pueden pedir cuentas a gobiernos que se consideran excepcionales a la hora de acatar las obligaciones internacionales, se plantea la cuestión de si existe alguna esperanza real en la ley para los palestinos que viven bajo la ocupación y la violencia que ha desatado el genocidio. Las acciones de Israel están motivadas en parte por la suposición, expresada por algunas de sus figuras políticas y militares de mayor rango, de que en Gaza no hay distinción entre un combatiente y un civil palestino. Como el país ha dejado dolorosamente claro, en la práctica esto significa que Israel considera que toda persona e institución, incluidas universidades y hospitales, son objetivos militares legítimos de las Fuerzas de Defensa Israelíes (IDF).


Aunque la sentencia de la CIJ ha supuesto, por supuesto, poco alivio material para los palestinos de Gaza, ya que Israel continúa su brutal bombardeo de la franja y deniega la ayuda que necesitan desesperadamente, la sentencia tiene importantes consecuencias políticas que van más allá de los límites de la impunidad legal. A iniciativa del gobierno sudafricano, los procedimientos jurídicos formales del caso ante la CIJ se desarrollarán en los próximos meses, posiblemente incluso años. Mientras tanto, Israel tendrá que rendir cuentas ante otro tribunal, el de la opinión pública, como posible autor del genocidio, lo cual fractura su relato, pues ha mantenido durante mucho tiempo que es la víctima perpetua y única en este conflicto. La emisión por parte de la Corte Penal Internacional de órdenes de detención contra Benjamin Netanyahu y otros altos mandos militares israelíes se suma al creciente escepticismo de que la legítima defensa justifique la magnitud de la violencia que Israel está infligiendo actualmente a los palestinos. En última instancia, tanto si Israel, con el respaldo de sus aliados, ignora los resultados de las decisiones de los tribunales internacionales como si no, el terreno político de la opinión popular está cambiando rápidamente, fomentando una movilización más audaz contra la agresión israelí, como hemos visto en los campus universitarios estadounidenses y europeos desde abril.


El caso del gobierno sudafricano contra Israel es además significativo porque el gobierno tomó la decisión de llevarlo adelante a pesar de la feroz oposición de los países del Norte más poderosos –Estados Unidos y la mayor parte de Europa Occidental– que trabajaron activamente para desalentar y ridiculizar las acciones del gobierno sudafricano. Antes de la sentencia de la CIJ, el diplomático de mayor rango de la política exterior estadounidense, Anthony Blinken, la calificó de "carente de fundamento", expresando el apoyo incondicional de la administración Biden a las acciones de Israel. Este apoyo activo a los militares israelíes, hay que señalar, también se extiende a algunos gobiernos del Sur Global, como el del Partido Bharatiya Janata de la India, que ha estado suministrando aviones no tripulados a las FDI.


Pero las imágenes de niños hambrientos, aviones no tripulados de las FDI apuntando y disparando a camiones de ayuda, y hombres, mujeres y niños desarmados enterrados en el polvo gris de los escombros de hormigón bombardeados día tras día saturan Internet, superando la gestión de los spin doctors de Washington o Bruselas. Mientras los funcionarios de los gobiernos occidentales declaran su apoyo incondicional a la campaña de Israel en Gaza, los ciudadanos de a pie de estos países, empoderados por el caso de Sudáfrica ante la CIJ, se levantan por millares para condenar la guerra y exigir el fin de la ocupación y el apartheid de Israel. Como demostró la lucha de Sudáfrica para acabar, las campañas populares de presión internacional son cruciales para romper la complicidad diplomática con los regímenes opresores. El periodista israelí Gideon Levy ha argumentado enérgicamente que el apoyo de los israelíes a la destrucción y muerte continuas en Gaza –la inmensa mayoría de los israelíes apoya la ocupación del país, la expansión de sus asentamientos y su guerra "potencialmente" genocida– significa que la beligerancia de Israel no se resolverá con la solución a corto plazo de destituir a sus actuales dirigentes políticos o militares. Para Levy, el único camino para acabar con el apartheid israelí y la ocupación pasa por las consecuencias del aislamiento mundial.


También Sudáfrica experimentó la presión del aislamiento exterior, combinada con una oposición civil masiva dentro del país, que acabó por hacer insostenible para los sudafricanos blancos vivir con normalidad sus privilegios raciales. Cuando Sudáfrica adoptó el apartheid como política oficial en 1948, no marcó más que una fase histórica de un proceso de colonialismo de asentamientos en el extremo sur de África que había durado 300 años hasta entonces. Al igual que otros colonos comprometidos en la construcción del nuevo mundo, los colonos europeos de Sudáfrica se enfrentaron a la cuestión de qué hacer con la mayoría nativa que ya vivía en la tierra. En el vecino suroeste de África (hoy Namibia), el imperio alemán se adhirió a la ciencia de las razas y optó por la diezma, promulgando el primer genocidio del siglo XX entre 1904 y 1908 contra los pueblos nama y herero. Pero el descubrimiento de oro y diamantes en Sudáfrica en el siglo XVIII significó que la mayoría nativa podía proporcionar mano de obra indispensable, descartando de hecho la limpieza étnica como opción deseable para la sociedad de colonos blancos de Sudáfrica. La alternativa política que encontraron fue convertir a la mayoría indígena en comunidades múltiples, minoritarias diferenciadas y gobernadas por tribus, a cada una de las cuales se le asignó su propia tierra. Como sujetos étnicos que entraban en la Sudáfrica blanca como inmigrantes laborales, los sudafricanos negros podían, al menos en la fantasía racista de un urbanista del apartheid, estar altamente regulados y controlados. Israel, por supuesto, ha adoptado un enfoque similar en su ambición de convertir los lugares donde viven los palestinos en bantustanes discretos y desarticulados, donde el movimiento está muy controlado a través de rígidos permisos de trabajo temporales y se impone militarmente a través de puestos de control.

El plan de apartheid de Sudáfrica se administró mediante la violencia; pero la represión iba de la mano de estrategias político-administrativas diseñadas para producir docilidad nativa y una mano de obra estable. Frente a la violencia sistémica de este plan, surgió una fuerte oposición nativa en forma de asociaciones profesionales negras, sindicatos negros, movimientos comunitarios, políticos, juveniles, cívicos, artísticos y religiosos. En la década de 1940, una parte importante del movimiento antiapartheid llegó a la conclusión de que el enemigo no eran los colonos blancos, sino el sistema de gobierno de minorías raciales que privaba a la mayoría de representación política. La Carta de la Libertad, una visión de un futuro postapartheid adoptada en una reunión masiva de activistas y defensores antiapartheid en 1955, afirmaba que "Sudáfrica pertenece a todos los que viven en ella, blancos y negros". Señalaba que los colonos blancos podrían formar parte de una futura comunidad política tras el apartheid si aceptaban vivir con una mayoría negra, en igualdad de condiciones.


La oposición antiapartheid estuvo impulsada, hasta 1950, principalmente por la movilización interna, momento en que una oleada de leyes represivas prohibió las principales organizaciones antiapartheid y envió a muchos líderes antiapartheid, incluidos Mandela y Robert Sobukwe, a la cárcel o al exilio en países africanos vecinos, así como al exilio en Europa. A finales de la década de 1950, los sudafricanos que se encontraban en el exilio empezaron a movilizar a sus anfitriones en Lusaka y Dar es Salaam, o a través de la movilización comunitaria en metrópolis europeas como Londres y Ámsterdam,con la intención de boicotear los productos manufacturados y agrícolas sudafricanos. Una de las primeras grandes reuniones en las que se pidió este boicot a los productos sudafricanos fue la celebrada en Trafalgar Square en 1959 por el futuro presidente de Tanzania, Julius Nyerere. Las federaciones de trabajadores y mujeres de Trinidad y Jamaica, entonces territorios británicos autónomos, se comprometieron a llevar a cabo importantes acciones de solidaridad, negándose a descargar productos sudafricanos en los puertos del Caribe.


Aunque el boicot a los productos sudafricanos tuvo cierta repercusión en el Reino Unido, un punto de inflexión en el crecimiento del movimiento mundial contra el apartheid fue la masacre policial de Sharpeville perpetrada en 1960 contra 69 manifestantes no violentos, que ocurrió a la vista de los periodistas. La masacre fue un punto de inflexión en el crecimiento del movimiento antiapartheid a escala internacional. Junto con las iniciativas panafricanas presentadas en la ONU exigiendo que el apartheid fuera declarado crimen contra la humanidad, la visible brutalidad utilizada para defender el sistema del apartheid, como se demostró en Sharpeville y se repitió más tarde en Soweto contra estudiantes negros el 16 de junio de 1976, inspiró la formación de alianzas mundiales que exigían sanciones políticas, económicas y culturales a gran escala contra Sudáfrica. Al mismo tiempo, una serie de alianzas cruciales dentro de Sudáfrica entre trabajadores, estudiantes, movimientos cívicos y otros, se habían movilizado contra los intentos del gobierno de reformar el apartheid de forma que mantuviera el dominio político y económico de la minoría blanca. A través de la movilización no violenta de masas contra el sistema de gobierno de una minoría racializada, las principales agrupaciones negras de oposición ofrecieron a los blancos individuales que se oponían al apartheid una vía para entrar en el movimiento antiapartheid. A mediados de 1985, el ala militar exiliada del CNA se abrió a todos, incluidos los sudafricanos blancos. Proporcionalmente, la oposición blanca al apartheid era pequeña pero simbólicamente significativa. En la década de 1980, un número cada vez mayor de sudafricanos blancos se unieron a la campaña contra el cumplimiento del servicio militar obligatorio por motivos de conciencia, lo que hizo que se enfrentaban a penas de cárcel. Aunque la lucha armada tenía cierto caché político, fueron los movimientos de masas locales, que superaban las divisiones sectoriales, étnicas y raciales, los que sirvieron de punto de apoyo para hacer "ingobernable" la Sudáfrica del apartheid, como se leía en un eslogan político contemporáneo.

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Motivados sobre todo por los alineamientos de la Guerra Fría, Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia e Israel siguieron proporcionando apoyo militar oficial al gobierno del apartheid mucho después de Sharpeville. Lo hicieron con el argumento ideológico de que la Sudáfrica blanca era amiga del "mundo libre", que luchaba contra el comunismo en el extremo sur de África. Los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher en Estados Unidos y Gran Bretaña, respectivamente, intentaron etiquetar cualquier oposición al apartheid como agitación comunista –de ahí la clasificación de Mandela como terrorista en Estados Unidos. Pero a mediados de la década de 1980, el gobierno del apartheid estaba harto de seguir intentando contener las demandas de la mayoría negra, que pedían sufragio universal e igualdad de representación política. Su último intento de reforma, a finales de los ochenta, fue la creación de un parlamento de tres cámaras configurado para cooptar a los líderes indios y de color, manteniendo a la mayoría negra sudafricana fuera del sistema democrático. Estas reformas se encontraron con una oposición masiva en el país, lo que instigó el lanzamiento en 1983 de una amplia federación de organizaciones de oposición no racial llamada Frente Democrático Unido. Recordando, quizá, la afirmación de Hannah Arendt de que la violencia no es una extensión de lo político, sino que señala el fin de la política, el tambaleante estado del apartheid convirtió cada vez más sus fracasos políticos en represión extrema; el uso del estado de excepción, las detenciones sin juicio previo, el despliegue del ejército en el interior del país, los asesinatos políticos encubiertos contra intelectuales y líderes políticos contrarios al apartheid en el país y en el exilio fueron todas ellas medidas violentas diseñadas para asegurar a su cada vez más ansioso electorado blanco que el "terrorismo" sería aniquilado. Pero las imágenes del gobierno del apartheid haciendo uso de la fuerza contra manifestantes pacíficos siguieron circulando en bucle por las recién creadas cadenas de noticias de veinticuatro horas de todo el mundo. A medida que estas imágenes circulaban constantemente por todo el mundo, se hacía más difícil desacreditar la oposición al apartheid como obra de infiltrados comunistas. Cuanto mayor era la represión utilizada para defender la existencia de una colonia de colonos en Sudáfrica, más rápido crecía y más fuertes eran las voces del movimiento de solidaridad internacional que pedía sanciones y la desinversión en la Sudáfrica del apartheid.


Mientras la lucha de Occidente contra el comunismo en la Guerra Fría se utilizaba para justificar la amistad política con dictaduras militares y países que, como Sudáfrica, practicaban la discriminación racial, desde finales de los años setenta hasta mediados de los ochenta, los ciudadanos de a pie de los países occidentales empezaron a romper con las políticas de sus gobiernos. Cada vez más movilizados en los campus universitarios y otros sectores de la sociedad, la campaña a favor de la desinversión y las sanciones se extendió. Los estudiantes de Nueva York ocuparon el Hamilton Hall de la Universidad de Columbia en 1985, rebautizándolo con el nombre de Mandela Hall, como parte de su campaña a favor de la desinversión universitaria en la Sudáfrica del apartheid. A principios de este mes, la atención mundial se centró en ese mismo Hamilton Hall cuando los estudiantes que protestaban por la liberación palestina lo ocuparon y rebautizaron con el nombre de Hind's Hall en honor de una niña palestina de seis años asesinada por las Fuerzas de Defensa de Israel. El simbolismo de esta continuidad, la atención que recibió en todo el mundo y su efecto catalizador en los estudiantes de otros campus universitarios estadounidenses y de todo el mundo no pasarán desapercibidos para quienes se oponen a toda costa a la desinversión en Israel. Las crecientes acampadas en las universidades estadounidenses exigiendo la desinversión universitaria en Israel tienen poderosas resonancias con el éxito de las campañas de desinversión contra el apartheid de la década de 1980. La respuesta de Israel a los acontecimientos del 7 de octubre podría ser su punto de inflexión para perder la carta blanca del apoyo internacional del mismo modo que Sharpeville 1960 fue el punto de inflexión de la Sudáfrica del apartheid a nivel internacional. Desde el 7 de octubre, la percepción pública de las acciones de Israel ha cambiado lo suficiente como para disipar la idea de que las víctimas de un genocidio no pueden convertirse también en autores de este. El caso de la CIJ presentado por Sudáfrica ha contribuido a esta evolución de la opinión pública, y las encuestas también muestran ahora que la mayoría de los ciudadanos estadounidenses no están de acuerdo con las opiniones expresadas por la Casa Blanca cuando se trata de apoyar las actuales acciones del Estado israelí "hasta las últimas consecuencias" en una relación "férrea". Las protestas en los campus universitarios estadounidenses también señalan este cambio generacional.


Un reto para el creciente movimiento internacional de solidaridad con Palestina ha sido evitar el peso moral y político que tiene contar una historia de victimismo. En Occidente, las críticas a Israel se tachan rápidamente de antisemitas y se responde con gritos de que Israel tiene derecho a defenderse. Sin embargo, desde el 7 de octubre, Israel ha ido más allá de la legítima autodefensa nacional que su reivindicación de victimismo singular se ha vuelto inverosímil incluso a los ojos de muchos de sus partidarios en el centro, transformando así la percepción internacional del conflicto Israel-Palestina de forma más amplia. Al igual que se hizo más difícil utilizar el anticomunismo para justificar la defensa de las horrendas acciones de un Estado colonial de colonos en Sudáfrica cuando la escala y la brutalidad de su violencia cruzaron un punto de inflexión, cada vez es más difícil para los defensores del colonialismo israelí silenciar todas las críticas a Israel a nivel mundial y tildarlas como antisemitas. En 2020, un grupo de destacados académicos reunidos en Jerusalén emitió la Declaración de Jerusalén sobre el Antisemitismo, que reconoce la legitimidad de criticar las acciones del Estado de Israel como algo distinto de las expresiones de discurso político antisemita. La fusión del antisemitismo y las críticas a Israel se ha hecho aún más tenue a medida que un número cada vez mayor de judíos, sobre todo en Estados Unidos, se han unido en protestas para declarar "No en nuestro nombre". Ya el 18 de octubre, las organizaciones judías Jewish Voice for Peace e IfNotNow organizaron una ocupación de la Rotonda del edificio del Capitolio de Estados Unidos para exigir un alto el fuego, a la que siguió una ocupación masiva de la Grand Central Station de Nueva York diez días después. Incluso se ha abierto un importante debate entre estudiosos judíos del holocausto sobre esta cuestión.


La cuestión más amplia que resuena tanto en Sudáfrica como en Israel es si las protestas mundiales instigadas por el horror de esta violencia pueden convertirse en una crítica internacional de la ideología que defiende –el sionismo– sobre la que se construye el Estado excluyente de Israel. ¿Alentará el momento actual a más ciudadanos israelíes, o a los poderosos Estados que subvencionan militar y financieramente la ocupación israelí, a plantearse si la seguridad y el futuro de la vida cultural judía se cumplen mejor a través de esta concepción en gueto de la vida política? Aunque está creciendo un movimiento mundial para aislar a Israel en respuesta al horrible bombardeo de Gaza por parte del país desde el 7 de octubre, esos acontecimientos son la última manifestación del largo arco de una ambición colonial de los colonos de limpiar étnicamente a los palestinos que comenzó con la Naqba de 1948, el mismo año en que se adoptó la política de apartheid en Sudáfrica. La solidaridad internacional y el aislamiento jurídico, político, cultural y económico, combinados con la resistencia interna, contribuyeron a que los sudafricanos blancos apoyaran el fin formal del apartheid. Además de las presiones legales, la opinión pública internacional, que incluye un número creciente de voces judías en la diáspora y en Israel, será necesaria para dirigir a los ciudadanos de Israel hacia la sabiduría de construir una comunidad política inclusiva en la que la vida judía pueda florecer no a expensas horrendas de la vida palestina, sino en igualdad política con los demás. Esta última solución es la que permite extraer lecciones del fin del apartheid, lecciones que el gobierno postapartheid trata de recordar al mundo con sus acciones en la CIJ.


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Israel es hoy un reflejo de la Sudáfrica de finales del apartheid en muchos aspectos. Al igual que en Sudáfrica, existe una dialéctica de miedo e invencibilidad que impulsa y paraliza políticamente a quienes viven en el Estado colonial de Israel. El miedo anima una mentalidad de asedio mientras que, al mismo tiempo, el elevado sentido racializado de invencibilidad impulsa la hipermilitarización. Tanto en la Sudáfrica del apartheid como en el Israel actual, esta relación entre miedo e hipermilitarización lleva al grupo dominante a percibir a cada miembro de su población racializada y sometida como un terrorista en potencia. La otra cara de este miedo convierte a cada colono en un ciudadano-soldado. La Sudáfrica del apartheid aseguraba a sus ciudadanos blancos que contaban con el ejército más poderoso de África para proteger la única democracia del sur de África y asegurar la civilización occidental en África. Sin embargo, en 1987, el ejército sudafricano se vio paralizado en Angola por la resistencia combinada angoleña y cubana durante su incursión allí. Y a nivel interno, su ejército fue incapaz de sofocar la resistencia masiva dentro del país a pesar de su Estado de Emergencia y del despliegue del ejército en el interior del país. Estas derrotas frenaron la sensación de invencibilidad. A medida que el aparato militar sudafricano empezó a fallar a finales de la década de 1980, el gobierno sudafricano se inclinó cada vez más por suspender las libertades civiles de sus ciudadanos blancos para librar la guerra sin restricciones constitucionales. Entre 1985 y 1989, Sudáfrica estuvo bajo un Estado de Emergencia permanente, pues el gobierno necesitaba una centralización más autoritaria para librar una guerra existencial en la que la elección en sus mentes estaba entre la continuación del privilegio blanco o un genocidio contra los blancos. Al igual que la Sudáfrica del apartheid, Israel se considera la única democracia de Oriente Próximo, defendida por el ejército más poderoso de la región, el único baluarte de la civilización occidental en Oriente Próximo. Sin embargo, a pesar de todas sus inversiones y fe en la tecnología militar, y de su apoyo por parte de los países occidentales más poderosos, la creencia de los israelíes en la invencibilidad de su aparato militar y de seguridad se hizo añicos el 7 de octubre. Incluso antes de los atentados de ese año, el gobierno israelí estaba intentando recortar los controles jurídicos, un cambio que había provocado protestas generalizadas dentro de Israel contra esta deriva hacia el autoritarismo. Con la arrogancia militar hecha añicos, sólo el miedo está impulsando el bombardeo extraordinariamente desproporcionado de simplemente todo lo que existe y respira en Gaza, desde niños hasta hospitales y universidades.


Las respuestas de Mandela a las preguntas que recibió en el "ayuntamiento" estadounidense de 1990 sobre la relación del CNA con la OLP y sobre su futura relación con Israel reflejaron un importante compromiso político que configuró íntimamente el acuerdo político de 1994 en Sudáfrica y la creación de una sociedad colonial posterior a los asentamientos. Este compromiso derivaba de una comprensión de la soberanía política, en la escena internacional, como una ruptura anticolonial con las potencias dominantes y hegemónicas que pretenden convertir las antiguas colonias en relaciones neocoloniales. El triunfo de Sudáfrica sobre el dominio colonial se produjo en el amargo final de la Guerra Fría, pero compartía la visión del movimiento de Bandung de trazar un camino más independiente en un mundo muy fracturado que, en la década de 1990, estaba pasando de la dinámica bipolar de la Guerra Fría a una ascendencia unipolar del dominio estadounidense. Mandela señalaba que Estados Unidos y Occidente no podían dictar quiénes debían ser los aliados de la Sudáfrica posterior al apartheid. Pero también que correspondería a los sudafricanos decidir cómo trascender las divisiones raciales para vivir juntos, del mismo modo que palestinos e israelíes tendrán que decidir en última instancia cómo convivir en igualdad. La solidaridad y la presión internacionales serán cruciales para empujar a las partes en conflicto hacia ese debate sobre un futuro común como única solución duradera.


La determinación actual de Sudáfrica de desempeñar un papel en Gaza y trabajar por una solución integradora que ayude a palestinos e israelíes a poner fin a la violencia colonial de los colonos en Israel-Palestina es una expresión del compromiso permanente del país con sus propios principios políticos, un hecho digno de elogio con motivo de los treinta años transcurridos desde el fin del dominio colonial de los colonos blancos. Sudáfrica cambió su identidad política y su constitución política en 1994 en un sentido aspiracional, para ofrecer una respuesta más elevada a lo que podría llegar a ser una sociedad colonial postcolonial. A pesar de los muchos defectos actuales de la gobernanza nacional, sus dirigentes siguen comprendiendo que, para trascender la violencia y trazar una alternativa diferente, quienes se disputan la tierra tendrán que ver más esperanza en imaginar juntos un futuro común que en aprisionarse en pasados divididos.


Sí, la libertad de Sudáfrica sigue estando incompleta, como observó Mandela. Pero hoy, 29 de mayo de 2024, los sudafricanos hacen cola para votar en la sexta ronda electoral desde 1994, en la que ni la raza ni la identidad étnica restringen la participación de los votantes. Los ciudadanos sudafricanos se pondrán codo con codo para expresar sus diferentes opiniones sobre quién debe dirigirlos en una bulliciosa expresión de libertad democrática. No hace demasiadas décadas, muchos sudafricanos negros podrían haberse sentido abatidos sobre si una democracia no racial llegaría a producirse alguna vez en su vida. El futuro de la libertad en los sombríos años cincuenta, o en los sangrientos ochenta, podía a veces parecer un horizonte imposible de vislumbrar al otro lado del humo negro de las barricadas en llamas. Especialmente cuando los sudafricanos blancos que ostentaban el poder militar, político y económico parecían o bien firmemente engreídos en su derecho al privilegio de minoría y envalentonados por sus poderosos aliados de Washington y Londres, o bien demasiado asustados para plantearse un futuro en el que los sudafricanos negros fueran sus iguales políticos. Pero a pesar de este desaliento, la persistencia de la movilización popular de masas dentro de Sudáfrica encontró cada vez más apoyo entre los ciudadanos de a pie de todo el mundo, incluidos los Estados que eran los aliados globales más cercanos de la Sudáfrica blanca, lo que obligó a las élites políticas de esos Estados a cambiar finalmente de rumbo. Más tarde, un pequeño número de blancos sudafricanos que se oponían al apartheid creció en número, ya fuera por razones político-morales o de autoconservación, al darse cuenta de la imposibilidad de seguir gobernando mediante la fuerza bruta ante el creciente estatus de paria internacional. Negociar en lugar de guerrear era una realidad a la que había que enfrentarse.


Los puntos de inflexión de Sharpeville en 1960 y de Soweto en 1976 fueron significativos para activar la indignación mundial dirigida contra la violencia utilizada para defender un sistema político que violaba tan claramente no sólo nuestra concepción moderna del derecho a la vida, sino también nuestra comprensión moderna de los derechos a la igualdad política y a la ciudadanía. La violencia que Israel está utilizando para defender la idea del sionismo marca hoy un punto de inflexión; una nueva generación de estudiantes y jóvenes está dejando cada vez más claro que discrepa del apoyo de carta blanca que Estados Unidos y algunos países europeos han concedido históricamente a Israel después de 1945. Como demuestra la experiencia sudafricana, el problema de Palestina-Israel es ante todo un problema político relativo a los fundamentos de una comunidad política: ¿quién puede pertenecer a ella en igualdad de condiciones? Los tribunales internacionales no pueden imponer una solución política; pero la solidaridad internacional, la movilización popular, el aislamiento político y las presiones jurídicas son necesarias para hacer caso a las sabias pero minoritarias voces de Gideon Levy y otros israelíes que piden que se ejerza presión internacional no sólo sobre el gobierno, sino sobre la sociedad. La presión popular, el aislamiento cultural y económico y los mandatos judiciales, como los que Sudáfrica ha solicitado ante la CIJ, tienen como objetivo empujar con firmeza a la sociedad israelí hacia la realidad de que las fantasías violentas del sionismo político han llegado a un punto nihilista. Es de esperar que esas voces críticas minoritarias en Israel, al igual que la minoría de sudafricanos blancos que se opusieron al apartheid, proliferen y encuentren más causas comunes con los palestinos dispuestos a recibirlos en una comunidad política que sea el hogar de todos, independientemente de sus orígenes históricos.


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Este artículo fue publicado originariamente en blog de Verso Books el 29 de mayo

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